El siguiente es un prologo (y a la vez ensayo sobre la obra
de Lewis Carroll) escrito por Graciela Montes para una de las tantas ediciones
de “Alicia en el país de las maravillas”.
Alicia se merece, sin lugar a dudas, ese nacimiento entre
legendario y meticuloso que le adjudicó desde siempre su autor. Parece que fue
un 4 de julio de 1862, casi podría calcularse la hora exacta, sobre el río
Támesis, en una tarde calurosa y radiante de sol, cuando el joven diácono
Charles Lutwidge Dodgson —«para dar placer a una niña que amaba (no recuerdo
ningún otro motivo)»— inventó las extrañas y perdurables aventuras de Alicia en
el país que tenía su puerta de entrada en una madriguera. Y si agregamos a eso
que los registros de la oficina meteorológica de Londres —¿y quién se atreve a
dudar de la oficina meteorológica de Londres?— aseguran que el 4 de julio de
1862 fue un día fresco y húmedo, más bien nublado y hasta lluvioso, Alicia
ingresa definitivamente en la gloriosa ambigüedad y obtiene desde el vamos la
cédula de nonsense.
El nonsense, creación peculiar de Inglaterra, que campea en
las nanas, las nursery rhymes, y sobre todo en los limericks de Edward Lear y
en la obra de Carroll, se nos aparece como el disparate, el porque sí, un mundo
nuevo donde no acertamos a dar con los puntos de referencia habituales.
El propio Lewis Carroll (fue ese el disfraz que eligió
Dodgson para circular por el nonsense) nos ofrece una receta infalible: «Se
comienza por escribir una frase, luego se la corta en pedacitos, se mezclan los
trozos y se los va sacando de a uno, según el más perfecto azar. El orden de
las palabras es completamente indiferente». Parece sencillo, pero tal vez no
haya que confiar demasiado; a fin de cuentas es la definición oficial de un
Victoriano y parece deseosa de certificar la inocencia azarosa de su
producción. Pero el nonsense no es inocente, como tampoco es inocente el
lenguaje.
De todos modos vale la clave: la violencia al lenguaje. El
material del nonsense es el lenguaje. La rima o la aliteración deciden la
sucesión de los acontecimientos, un juego de palabras define la situación. Es
en virtud del ritmo, la rima y las reiteraciones que los limericks de Edward
Lear crean ese orden aberrante que sin embargo aparece como natural y
necesario, «un universo —como dice Isabelle Jan— en que las cosas son así
porque así lo han querido las palabras».
El nonsense, respetuoso de la sintaxis, violenta la palabra
y, lo que es más importante, violenta el referente. Para Carroll, que además de
violentar y manipular el idioma inglés lo observa constantemente, el lenguaje
es un telón tan opaco que la atención se detiene persistentemente en él en
lugar de atravesarlo en busca del referente. Alicia en el País de las
Maravillas y A través del espejo son obras construidas sobre el lenguaje; el
lenguaje es el verdadero protagonista de ambas. Se suceden los juegos de palabras,
contrarrestados por urgentes exigencias de precisión verbal; el Sombrerero, la
Liebre de Marzo, la Símil Tortuga y el Gato de Cheshire son personajes nacidos
del lenguaje; la minuciosa observación de un giro, de una frase hecha, acaba
por proyectar el signo sobre el mundo de los referentes: la palabra se ha
convertido en cosa. El enunciado engendra el sentido. Lo formulado
aseverativamente y correctamente desde el punto de vista sintáctico de la
lengua deja de ser un argumento, y como tal cuestionable, y pasa a formar parte
de las cosas, incuestionables porque ahí están.
Es una posición paralela a la que le adjudica Sartre al
poeta, que «se ha retirado de golpe del lenguaje-instrumento y ha optado
definitivamente por la actitud poética, que considera a las palabras como cosas
y no como signos».
Esa visión no ingenua del lenguaje es una de las
contribuciones más revolucionarias de Carroll a la literatura. En 1896,
respondiendo a una de las múltiples preguntas que se le formularon acerca de la
significación del Snark, el peculiar poema que había publicado veinte años
antes, escribió: «¡Mucho me temo que no quise decir nada más que un disparate!
(nonsense). Aunque, como bien se sabe, las palabras significan más de lo que
nos proponemos expresar con ellas cuando las usamos: de modo que es
imprescindible que todo un libro signifique muchísimo más de lo que quiso decir
el autor».
Y el lenguaje, que es la materia del nonsense, fluctúa,
igual que la pobre Alicia, entre amo y esclavo, entre dominante y dominado. A veces
Carroll maneja las palabras: es el control, el placer, el juego; otras veces lo
manejan las palabras: es el sueño, la muerte, el miedo. Y es que los
malabarismos con las palabras proporcionan un placer lúdicro, que se parece
mucho a la omnipotencia, el mismo que obtenía Dodgson lógico y matemático
cuando jugaba con los números. Pero los números son entidades maravillosamente
intelectuales y abstractas, totalmente abstraíbles del mundo referencial; las
palabras, en cambio, aunque es posible extrañarlas y manejarlas, acarrean con
ellas el mundo de las referencias, y el mundo de la cultura.
Pero por engañosas, por evasivas que sean, las palabras son
la única garantía de orden, la única forma de controlar el caos. El verdadero
miedo, la muerte, el desorden total, la pérdida de identidad se dan cuando las
palabras no están a mano o cuando se separan definitivamente de las cosas. Las
palabras sin referente no asustan, recuerdan otras palabras; son las
jitanjáforas y el Jabberwocky: allí el nonsense está a salvo. Lo que asusta son
las cosas sin palabras; la falta de nombre es sentencia de muerte; por eso
Alicia se siente perdida cuando sospecha que es posible que su nombre sea Mabel
o algún otro y cuando en A través del espejo tiene que avanzar por el aterrador
bosque de las cosas sin nombre.
Y es que el nonsense de Carroll se centra en el esfuerzo por
controlar los sueños, por ser, como dice Humpty Dumpty, el amo. Su actitud es
la del jugador, distanciado, sonriente y dominante, como la imagen de ese Gato,
originario de Cheshire, igual que él, que cuando no era pura sonrisa era pura
cabeza. El jugador no permite la irrupción de la emoción en el juego ni de la
belleza ni de la confraternidad ni de la ética. Es necesario que rijan la
precisión y la crueldad que da la distancia. Lo más cercanamente emotivo, el
cuerpo, es tratado en forma despiadada: Alicia crece y se encoge, se
ridiculiza; el Sombrerero y la Liebre de Marzo usan al Lirón de almohada; los
jugadores de croquet usan flamencos en vez de palos y erizos en lugar de bolas.
Los personajes se miran, se indagan como objetos, se cuestionan, se usan, se
ignoran o se evitan, pero nunca se odian ni se aman.
En La caza del Snark, y en mucho mayor medida en su poco
feliz novela Silvia y Bruno, Carroll va dando cabida a la emoción y alejándose
progresivamente del nonsense-juego.
Debido a esa peculiaridad del nonsense, donde realidades al
parecer incongruentes entran en contacto según esas leyes del lenguaje que se
parecen tanto a las de los sueños, las dos Alicias y el Snark resultan obras
profusas en símbolos y se han convertido en campo propicio para los cazadores
de alegorías. Sobre la obra de Carroll cayeron múltiples lecturas. En 1933
Shane Leslie encontró que Alicia en el País de las Maravillas no era sino una
historia secreta de las polémicas religiosas que conmovieron a la Inglaterra
victoriana. Empson descubrió que la escena en que Alicia sale de la laguna de
lágrimas con los demás animales es una clara referencia al origen de las
especies de Darwin, reforzada por la cara de mono que aparece en una de las
ilustraciones de Tenniel para el capítulo, y que la carrera de comité parodia
el conflicto entre democracia y selección natural. Phyllis Greenacre estableció
que Carroll sobrellevaba un Edipo no resuelto y que identificaba a las niñas en
general, y a Alicia en particular, con su madre, y que el Jabberwock y el Snark
son recursos para aludir a la llamada «escena primordial». Aragón sostuvo que
la obra de Carroll es una crítica feroz a la sociedad victoriana.
Y a medida que Alicia soportaba nuevas interpretaciones se
perfilaba con más nitidez la posición que sostiene que no se trata sino de un
simulacro de libro infantil, de un ardid de Carroll para dirigir su mensaje a
los adultos de su sociedad sin correr el riesgo de la censura. Los que
sostenían esto se oponían a los que defendían, en cambio, la inocencia e
intangibilidad de un texto dirigido a los niños, y miraban horrorizados las
vejaciones de que era objeto ese puro e ingenuo pasatiempo. Esta segunda
posición —que coincide con la que sostuvo oficialmente Charles Lutwidge
Dodgson— adolece sin duda de victorianismo: pretende que existe un reino dorado
de la infancia, inocente y totalmente independiente del vulgar y perverso mundo
adulto.
Pero también los que sostienen que el libro no fue escrito
para niños dejan de lado evidencias e ignoran las sutilezas de una cultura como
la que anidó a Alicia. Es absurdo negarse a admitir que Alicia en el País de
las Maravillas fue un libro escrito para los niños, no sólo por el hecho obvio
de que Dodgson lo manuscribió y regaló a Alicia Liddell en su versión original,
sino porque tuvo un éxito extraordinario entre los niños Victorianos; a ellos
estuvo dirigido y ellos, rodeados por las estrechas y omnipresentes pautas de
comportamiento y límites de conocimientos que se les imponían y familiarizados
con el nonsense de las nursery rhymes, lo supieron apreciar. Es más, Alicia es
un libro pionero en la exploración del psiquismo infantil: la angustia de no
crecer y de crecer demasiado, el miedo a las modificaciones del cuerpo, el
temor a los adultos, la dificultad para comunicarse con ellos, el terror a
perder la identidad. El hecho de que además Alicia sólo se explique a partir de
la peculiarísima y paradójica personalidad de su autor y de su época, revele
una visión del mundo profunda y sumamente original para el siglo XIX y anticipe
pensamientos del XX de ningún modo invalida su cualidad de libro infantil.
Y es que el niño no es inocente de vida ni acultural. Sin
embargo, así lo querían los Victorianos. Rescatado ya por los románticos debido
a su mayor cercanía a la naturaleza y por lo tanto a la sabiduría, el niño
imaginario de los Victorianos, puro, asexuado, sincero, sabio y bondadoso,
merecía vivir en un mundo igualmente imaginario, dorado y feliz. El adulto se
sentía en la obligación de rodearlo de pautas de conducta muy estrictas,
destinadas a domesticarlo, claro, pero también a protegerlo, y de transmitirle,
fuera de esas pautas, la menor cantidad posible de información acerca del
mundo, aun cuando otras fuerzas no oficiales de esa misma sociedad ya estaban
gestando una nueva educación.
El mundo infantil quedaba, pues, separado del ámbito del
adulto, circunscripto a los reconfortantes aunque estrictos límites de la
nursery y de la escuela. Esas eran sus áreas de expansión; allí podía
fantasear, jugar y alojar sus monstruos. La única condición era el aislamiento
del mundo adulto, para que el adulto pudiese conservar su culto a la infancia
imaginaria, que tan bien lo lavaba de culpas.
Dodgson, que compartía esa visión de la infancia, penetró
bajo el pseudónimo de Carroll en esa clausura de la nursery y de la escuela, y
resulta que los monstruos, aunque aberrantes, son reconocibles, que hay juego
pero también angustia y crueldad, amos y esclavos, que lo de adentro se parece
demasiado a lo de afuera.
Esa ambigüedad de la nursery fue la que organizó no solo las
dos Alicias de Lewis Carroll sino también la vida de Charles Lutwidge Dodgson.
Sabemos que Dodgson vivió una infancia victoriana rica y perfectamente
protegida. La familia, formada por su padre, párroco y luego rector, su madre y
varios hermanos, le ofreció un recinto ideal. Salvaguardado lo mejor posible
del contacto con el mundo, gozó de toda la libertad para hacer de titiritero,
de mago y de actor, para editar revistas de circulación doméstica, inventar
juegos y apasionarse por las matemáticas.
Al parecer nunca logró reponerse del sacudón que significó
abandonar la rectoría e ingresar al mundo.
Pero lo cierto es que no tardó en reconstruirse un hábitat.
Fue en Oxford, en Christ Church, y más específicamente en sus habitaciones,
llenas de objetos extraños y atractivos en perfecto orden. Allí, otra vez
protegido, amparado por su puesto como profesor de matemáticas y por su sueldo,
su meticulosidad y su pulcritud perfectas, pudo desplegar su mundo privado, su
coto y su tablero. Allí manuscribió su Alicia en el Mundo Subterráneo, allí
pasó sus tardes de té y acertijos con sus queridas niñas, allí trabajó en sus
fotografías, jugó con las matemáticas y con la lógica y escribió innumerables e
ingeniosas cartas. Esa forma particular que tuvo Dodgson de resolver su
situación en el mundo, en la protección de un refugio, le permitió establecer
los imprescindibles nexos con el exterior en forma decorosa y hasta
desenvuelta, a pesar de su tartamudez.
La ambigüedad de la nursery, la ambigüedad de la actitud
hacia una infancia que se oprime pero cuya imagen se venera, la ambigüedad de
la actitud de Dodgson hacia las niñas. Nadie ignora que Dodgson cultivó con más
ahínco que cualquier otra actividad las fervorosas amistades con niñas pequeñas,
amistades que daba por terminadas en cuanto esas niñas revelaban el menor
síntoma de haberse transformado en mujeres, y nadie ignora que detestaba con
igual fervor a los niños varones. Dodgson consideraba a las niñas ángeles
asexuados pero las amaba con intensidad sexuada, no soñaba siquiera con
mancillar su inocencia pero amaba sus formas al punto de fotografiarlas
desnudas.
Es la ambigüedad de una época también y es necesario
comprenderla porque si no se corre el riesgo de perder la clave principal.
Ambigua es la actitud de Alicia. Alicia es contestataria y convencional, juez y
reo; respetuosa con la Oruga y el Gato de Cheshire, despectiva con el Conejo
Blanco, condescendiente con la Símil Tortuga, protectora con los jardineros de
la Reina, digna con el Sombrerero y la Liebre de Marzo y autoritaria en la
escena final del juicio; Alicia intercambia roles con los habitantes del País
de las Maravillas. Y es que Alicia es Alicia y los monstruos que encuentra,
porque son su sueño, y el sueño, que parece arbitrario, sólo cobra sentido a la
luz del soñador, así como las creaciones de la nursery se remiten a la cultura
que engendró la nursery y la irreverencia de Carroll se ve mejor a la luz de
los pruritos del muy reverente Dodgson, que no permitía que se hiciese una
broma de tema religioso en su presencia.
La Inglaterra victoriana recomponía su ideología oficial;
fue imprescindible hacerlo cuando la industrialización y la concentración
urbana redistribuyeron las fuerzas sociales y consagraron el advenimiento al
poder de la clase media. Y la clave fue la ambigüedad: ocultamiento de la
actividad material tras preceptos espiritualistas, anatemas al ateísmo para
contrarrestar los cuestionamientos irreversibles de la ciencia que esa misma
actividad material impulsaba, una infancia que es a la vez objeto de represión
y de culto.
En esa circunstancia y en ese momento nace la ambigua,
genial y muy inglesa Alicia, con su imagen de un mundo kafkiano, absurdo pero
convencional, ubicada en la encrucijada en que una cultura se resiste a dar por
caduca una interpretación del mundo pero se ve llevada irresistiblemente a
hacerlo.
Charles Lutwidge Dodgson nació el 27 de enero de 1832 en el
pueblito de Daresbury, en Cheshire, donde su padre se desempeñaba como párroco.
La familia se mudó luego a la rectoría de Croft, cerca de Darlington.
Charles era afecto a inventar juegos para sus hermanos:
construyó un teatro de títeres, hizo de actor y de mago, inventó acertijos.
Cursó sus primeros estudios en Richmond y luego en Rugby y se
destacó muy pronto en la matemática. Durante las vacaciones, en la rectoría se
desempeñaba como editor y principal colaborador de revistas de circulación
familiar (Useful and Instructive Poetry, The Rectory Magazine, The Rectory
Umbrella, Misch-Masch), en cuyas páginas aparecieron las primeras versiones de
Jabberwocky y de la poesía de El testimonio de Alicia.
En 1850 Charles se matriculó en Christ Church, Oxford, y
cuatro años después obtuvo su título. A partir de entonces se desempeñó como
senior student y luego como profesor de matemática, cargo que mantuvo hasta su
muerte.
Investigó en los campos de la lógica y de la matemática.
Publicó The Condensation of Determinants, Algebraical Formulae for Responsions,
Euclid and his modern rivals, Curiosa Mathematica, etc.
En 1856, en una revista llamada The Train, publicó un poema
bajo el pseudónimo de Lewis Carroll, nombre que formó ainglesando el apellido
materno (Lutwidge) y latinizando el nombre de pila (Charles).
En 1862, a pedido de Alicia Liddell, una de las hijas del
deán de Christ Church, manuscribió e ilustró un cuento que les había narrado a
ella y sus hermanas en una tarde de paseo; lo llamó Las aventuras de Alicia en
el Mundo Subterráneo. En 1865 costeó y vigiló cuidadosamente la edición de una
segunda versión, modificada y ampliada, que se llamó Alicia en el País de las
Maravillas. Las ilustraciones estuvieron a cargo de John Tenniel, cuya labor
supervisó y criticó Carroll paso a paso.
En 1872 escribió y publicó una segunda parte, A través del
espejo, también ilustrada por Tenniel. En 1876 apareció La caza del Snark y en
1893 terminó de publicar su novela Silvia y Bruno.
Dodgson era anglicano ortodoxo, aunque admitía no creer en
la condena eterna del infierno, tory, respetuoso de las jerarquías sociales y
aun algo snob, tartamudo, meticuloso y tímido.
Fue un pionero de la fotografía y dejó estupendos retratos
de niños, los mejores del siglo XIX, según Helmut Gernsheim.
Le gustaban los juegos, sobre todo el ajedrez, el croquet,
el billar y el backgammon; inventó acrósticos, juegos, un nictógrafo, sistemas
mnemónicos. Era muy afecto al teatro. Cultivaba la amistad de innumerables
niñas y mantenía con ellas una copiosísima correspondencia, cuidadosamente
archivada.
Murió en Guildford en 1898.
Graciela Montes
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